CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO
CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO. LA VENTA

LA VENTA

LA VENTA *

Por: Leonora Acuña de Marmolejo

Se llamaba Matilde Reyes. Por entonces era ya una mujer que frisaba en los sesenta años; alta y bien formada, con un cabello muy negro que llevaba recogido en una trenza. Se decía que había sido prostituta muy famosa, a cuya casa llegaban en los días de mercado o en las ferias agropecuarias, los gamonales de las villas vecinas, quienes aprovechaban la ocasión para saciar sus ansias de sexo en los burdeles.
Matilde vivía en su casa solariega rodeada de amplias alcobas y de pasillos que circundaban el gran patio colonial, en cuyo centro había una hermosa fuente de alabastro. En el inmenso solar había toda clase de árboles frutales, especialmente ciruelos. Allí iban a hurtadillas todos los chicos del pueblo en pos de las deliciosas frutas, pero eran amedrentados por los grandes mastines que cuidaban la mansión. Allí iba yo también a hurtadillas con mis primos cuando era pequeña, a robar las deliciosas ciruelas y arrayanes; aún recuerdo ver a Alberto mi primo, colgando de una hilacha de sus pantalones cuando el cancerbero perro lo halaba con fiereza, y recuerdo escuchar los gritos empavorecidos de éste quien “tras de ladrón bufón”, llamaba desesperadamente:
—Misiá Matilde, Misiá Matilde, venga por favor y espante a su perro que me quiere matar.
—Bien hecho, muchacho de los diablos. ¿Quién te dijo que vinieras a robar? Se lo comunicaré a tu padre para que te castigue.
En medio de los gritos de pavor de Alberto quien se había quedado solo ya que todos salimos huyendo, misiá Matilde entonces, se condolió y espantó a sus perros.
Fue entonces cuando al regresar a casa de mi primo, entre apenada y asustada, yo por primera vez escuché de boca de la madre de Alberto, la fatídica historia de misiá Matilde, según la cual ésta era una mujer acaudalada, que había conseguido sus bienes de fortuna a costa de prostituírse, y sin reparo alguno, hacer también que sus hijas siguieran el mismo destino. Tenía una finca llamada “Las Ardillas” a donde iba ella periódicamente para supervisar a Pedro su mayordomo, quien con frecuencia venía al pueblo a traerle la leche y el queso de sus vacas -productos que ella vendía con avidez-, amén de otros de la hacienda, como gallinas, pollos, huevos, miel, maiz etc. etc.
Contaban que había sido una mujer muy hermosa, lo mismo que sus hijas Zoraida, Griselda, y Regina. Sus hijos Jaime y Martín eran muy apuestos, altos y arrogantes. Ella era de tez trigueña, y de porte gallardo y sensual. Sus hijas eran también trigueñas, a excepción de Regina quien era muy blanca y rubia, delgada, de buena estatura y espigada. Era la más bella y codiciada por los hombres de la comarca.
Una vez y estando yo más grande y curiosa con la historia, indagué más sobre ella y me relataron una anécdota muy particular: Que cierto día el maestro Arcila, así llamado el sastre del pueblo, había llegado jadeante y sudoroso a la cantina de su amigo José Antonio Cabrera, y que sentándose extenuado en uno de los bancos le había dicho:
—Deme un trago amigo, pues vengo de donde Matilde Reyes y a esa mujer no hay quien la sacie: ¡es ninfomaniaca!
Otros contaban que ella se cotizaba muy cara y que sólo atendía a los privilegiados gamonales que bajaban de las montañas de Peralta y de Rioancho. Contaban la adversa, devastadora, y triste historia de que uno de sus más asiduos clientes, se había prendado locamente de Regina, hasta el punto de tentar a Matilde, ofreciéndole una de sus haciendas como pago por el privilegio de ser el primer hombre en la vida de su hija adolescente, aún virgen que apenas rondaba en sus dieciseis años. La niña presintiendo sus intenciones, lo eludía; “le sacaba el cuerpo” -como suele decirse- cuando lo veía. Ante sus persistentes requiebros melosos y sus miradas libidinosas, ella bajando los ojos adormilados por largas y densas pestañas, solía desaparecer del entorno cuando él se encontraba cerca. Alejandro Ávila se llamaba este hombre…
Entonces Matilde, en el colmo de la más insensata y deplorable ambición y en la más desnaturalizada determinación de resultados irreversiblemente adversos, optó por venderle su hija a este hombre, para lo cual preparó toda una patraña a fin de lograr su propósito.
Hizo la cita con Alejandro para un lunes día de mercado en el pueblo. Dijo que iba para Las Ardillas y que necesitaba allá a todos sus hijos para un trabajo especial; mas dejó a Regina bajo el pretexto de que debía quedarse a cuidar la casona. Con su debida anticipación le dio la llave de la casa a Alejandro quien sin problemas, anhelante y lujurioso, ese mismo fatídico día abrió la puerta principal entrando intempestivamente. Cual un lobo feroz ante su presa indefensa hizo festín de la desprotegida y y aterrada muchacha que en vano gritaba pidiendo auxilio. El desnaturalizado hombre la violó salvajemente, y luego salió para Las Ardillas a fin de entregarle a Matilde como anticipación, una fuerte suma de dinero por el privilegio concedido, mientras hacía la cesión de la hacienda prometida, a nombre de ella, como la “supuesta” compradora…
Mas por una ironía del destino, sucedió que madre e hija quedaron embarazadas del mismo hombre casi al mismo tiempo. Ignorante de lo que realmente había pasado, -y como suele suceder en casos similares de violación-, Regina había cobrado cierto complejo de culpa, sentimiento que la madre muy habilidosamente supo explotar. Fue entonces cuando domeñándola tácitamente, la envió a la finca para que pasara allá todo el tiempo de la gestación.
Meses más tarde, dos niños nacieron casi al mismo tiempo: Julián y Eduardo. Matilde dijo en el pueblo que ella había tenido mellizos, y como tales se criaron los niños, ignorantes de la increíble verdad, y sin saber que realmente Julián el hijo de Matilde era hermano de Regina, pero tío de Eduardo el hijo de ésta, y que a la vez eran hermanos por parte de padre.
Cuando Regina descubrió la terrible verdad de la vil acción que cambió su destino -al escuchar accidentalmente una acalorada discusión entre su madre y Alejandro por la susodicha hacienda prometida-, asqueada y horrorizada, abandonó a Matilde y se fue a vivir a Cartago. Zoraida y Griselda quienes se habían dejado hundir por su propia madre en el fango de la prostitución, años más tarde murieron sifilíticas. Ya vieja y cual escarzo, Matilde Reyes vino a ser parte del folklore de su pueblo, por la infamante historia de horror y desnaturalización relacionada con aquella venta…


* Cuento del libro “Fantavivencias de mi Valle” . 2012

2